Capítulo 18: Fotografía

La casa de los Potter seguía siendo tan acogedora como la última vez que David había estado allí. De hecho, casi ninguna de las habitaciones había cambiado. La única diferencia que se podía notar a simple vista eran los bonitos y elegantes sillones que habían sido colocados en la sala de estar, en torno a una mesa de baja estatura, donde David imaginó que el matrimonio Potter debía de tomar café, té, o donde simplemente se sentaban a conversar cuando encontraban algún tiempo.
David fue recibido con la excelente hospitalidad de siempre. Ginny fue la primera en saludarlo, con un beso en cada mejilla. James, por su parte, le dio un fuerte apretón de manos mientras dibujaba en sus labios una cordial sonrisa. Lily, la menor de los hermanos, repitió el gesto de su madre.
― ¿Dónde está Albus? -preguntó David, al notar la ausencia del segundo hijo de Harry.
― Albus no está, tuvo que salir por unos asuntos… -intentó explicar cuidadosamente Ginny.
― ¿Del trabajo? ¿Tan cerca de Navidad?
― Bueno, no del trabajo… pero tranquilo, que volverá para la noche de Navidad. Ahora debes estar cansado por el viaje, así que por qué no subes a la habitación que preparamos para ti y te recuestas un rato.
― Está bien -concedió David-. Voy a aprovechar para acomodar mis cosas.
David subió las escaleras acompañado por su padrino del mundo mágico, Harry. Ingresaron a la primera de las habitaciones que se encontraban al final de la escalera.
El dormitorio era un tanto pequeño pero, como David no tenía pasado gastar el tiempo en aquella limitada habitación, no significó un problema. El chico dejó el baúl junto a su cama -cuidadosamente ordenada y tendida- y luego se acostó sobre la misma, dando un largo suspiro.
― Se acerca la hora del almuerzo, pero hay tiempo para una corta siesta si lo deseas -le dijo Harry, amablemente.
David asintió con la cabeza. El sueño, que había estado reprimiendo hasta ese momento de mil maneras, se apoderó de él con gran rapidez. Pasaron apenas segundos después de que Harry cerrara la puerta de la habitación antes de que David se quedara dormido.
Ya no se encontraba contenido por las paredes de la casa de los Potter, sino que ahora batía sus alas elegantemente sobre las copas de miles y miles de árboles que formaban un milenario bosque. Hacia adelante la vista se topaba con unas altas y frías montañas, de aspecto lúgubre. En aquel lugar del mundo el alba apenas estaba teniendo lugar; el sol se asomaba tímidamente por sobre la cima de la gran cordillera.
Volvía a ser el fénix, aquel fénix que una vez se hubo escapado del zoológico que lo privaba de su libertad. Y ahora David veía que el ave estaba disfrutando de su nueva vida de una manera exquisita. Hacía tiempo que ambos, niño y animal, no disfrutaban un momento como aquél. La sensación que provocaba el aleteo de las rojizas y doradas alas, cortando el aire a su alrededor, era una vivencia indescriptible.
David no sabía hacia dónde lo llevaría el fénix, y poco le importaba. Lo único que pidió y suplicó fue que no lo despertaran, que lo dejasen disfrutar de aquel sueño tan poco recurrente.
A medida que el ave surcaba el cielo con alteza, las montañas se hacían cada vez más enormes e imponentes, y los picos cada vez más claros. Iba descendiendo paulatinamente, llevando cada vez menos altura, y David notó que movía sus alas con mayor suavidad que antes, lo que le hacía pensar que tal vez estaba buscando algo. Pronto el fénix cambió el patrón de su movimiento y comenzó a volar en círculos sobre una gran concentración de árboles, descendiendo cada vez más y más. Con sus penetrantes ojos buscaba por entre las espesas ramas, que le dificultaban la tarea. Tal vez si bajaba un poco más…
De súbito, captó un leve pero rápido movimiento bajo él. Dejó de bajar en círculos, sino que ahora se dispuso a descender en picada. Su velocidad aumentó enormemente, y los árboles ahora se encontraban a apenas metros de distancia. David creyó, justificadamente, que no tendría tiempo suficiente para detenerse. Sin embargo el ave se frenó en seco, a escasos centímetros de la copa de los árboles, como si la inercia no lo afectara.
Volvió a inspeccionar detalladamente el terreno. A la mínima señal de movimiento, se lanzaría. El sol comenzaba a brillar con fuerza; ya se había asomado completamente, y ahora parecía una gran pelota sobre el pico de la montaña más alta. Pero el fénix no tuvo tiempo de contemplar ese hermoso detalle, porque unos arbustos emitieron sonido de roce, y el ave descendió elegante pero velozmente a través de la rama, hasta que pudo ver qué o quién era su presa.

David debía reconocer que, a pesar de que Ginny no era mala cocinera, el pollo de su madre tenía un sabor totalmente distinto. Sin embargo ni siquiera se le cruzó por la cabeza hacer algún comentario al respecto, porque pensó que los Potter habían sido ya muy amables ofreciéndole su hospitalidad como para que se ande quejando por las comidas. Como si lo hicieran matar de hambre.
Había dormido apenas minutos, pero a David le parecieron horas. Mientras masticaba, intentó recordar el sueño con lujo de detalles. Pero, por más que lo intentara y lo volviera a intentar, le resultaba imposible reconstruir lo último que vio. Así que, cuando cayó en la cuenta de que había tenido el mismo trozo de pollo en la boca por dos minutos seguidos, desistió. Tendría tiempo para recordar, y ahora sólo quería disfrutar de las vacaciones.
― ¿Cuándo regresa Albus? -preguntó James aparentando indiferencia.
― La noche de Navidad la pasará aquí -confirmó Harry.
― ¿No creen que es demasiado trabajo para él? -inquirió Ginny.
― Puede arreglárselas, es un chico muy hábil. El pollo está excelente, querida -dijo Harry, intentando cambiar el tema.
― Yo creo que está loco -dijo James-. Es decir, ni siquiera le pagan por lo que hace.
Una pierna cruzó violentamente por debajo de la mesa, y un segundo después James se quejó.
― ¡Ay! No dije nada malo.
Harry se limitó a mirarlo expresivamente. No hacía falta decir palabra alguna, pero Lily no resistió.
― Qué estúpido, James.
Cuando el almuerzo concluyó, los mayores se prepararon una taza de café, y David, después de unos minutos, pidió permiso para retirarse. Harry le sugirió que inspeccionara la pequeña biblioteca de la familia, donde podría encontrar los libros de cuando él asistía a Hogwarts, o curiosear por libros de hechizos y pociones. David, recordando las últimas palabras de Silvia, aceptó.

La biblioteca era un lugar bastante acogedor, y hasta se podría decir que el pequeño escritorio que se veía al final de la misma invitaba a uno a sentarse e incorporar conocimientos. Así que David decidió aprovechar aquella comodidad, pero antes debía encontrar algún que otro libro de historia. Recorrió el pasillo formaban los dos estantes principales -en total había cuatro, todos repletos de libros-, buscando con la vista por los extraños y graciosos libros. Sin duda Ginny debía de tomarse el orden de la biblioteca muy en serio, pues los libros estaban ordenados por temática, aunque hubiese sido más fácil si los estantes estuviesen rotulados.
Encontrar lo que buscaba no fue difícil. Tomó un par de libros y fue a sentarse cómodamente en el escritorio. Abrió uno de ellos, el más viejos y de aspecto un tanto sombrío. Las tapas eran duras y espesas, de casi un centímetro de ancho, lo que a David le pareció exagerado. El trazo de las letras era un tanto desprolijo, descuidado, como si aquél que lo escribió lo hubiera hecho con desgano.
No era un secreto para nadie que se trataba, entonces, de un libro bastante precario. Pero como lo importante no es el envase sino el contenido, David no se desilusionó. Tuvo la esperanza de encontrar el apellido de su bisabuelo en el índice pero… no había índice.
― ¿Qué clase de libro es éste? -se preguntó a sí mismo con un susurro.
David fue pasando las hojas con rapidez, intentando hallar exactamente lo que estaba buscando. El libro, a pesar de su aspecto, parecía esconder información muy variada y valiosa. De vez en cuando, David se detenía unos segundos a leer la historia de algún loco mago o alguna increíble hechicera.
Después de apenas un par de minutos de ligera lectura, David encontró lo que buscaba. El título del capítulo era el nombre mismo de su bisabuelo, y estaba escrito en una tinta roja y sumamente prolija. Debajo del título había una breve reseña, en la que se leía claramente:

Considerado uno de los magos oscuros más poderoso e influyente de todos los tiempos. Nacido en Querfurt, una pequeña localidad de Alemania, fue instruido desde pequeño por su familia mágica. Desarrolló gran parte de sus estudios en el célebre colegio Durmstrang, de donde fue expulsado por demostrar demasiado interés en las Artes Oscuras. Ascendió al poder después de haber reunido un gran ejército, e infundió horror en muchos países europeos. Se cree que la razón por la cual no atacó ni intentó tomar el control de Gran Bretaña fue que allí habitaba Albus Dumbledore, a quien aparentemente temía.

Las páginas que seguían contenían información de poca o ninguna relevancia para David. O tal vez era que no tenía la voluntad suficiente de ponerse a buscar en todo el capítulo. De todas formas, encontró algo que le llamó mucho la atención.
Frente a sus ojos estaba la foto que Rita Skeeter, la reportera de el diario El Profeta, había mostrado en el salón de clases de Adelbert frente a los ojos de todos, haciendo que éste enfurezca de manera sorprendente. Grindelwald -lo reconoció por el recuerdo que había visto en el pensadero de Adelbert- estaba rodeado por un grupo de gente aparentemente muy interesante. Y entre ellas se encontraba Adolf Hitler, inconfundible por su peculiar bigote, y su mirada furiosa. La pequeña congregación discutía animadamente, Dios sabe sobre qué.
Sin embargo, había una persona que parecía no estar disfrutando del todo la reunión. Estaba alejada de los demás, y miraba la asamblea con recelo. Lo reconoció al instante, era Adelbert, un Adelbert mucho más joven y con muchos años por vivir.
Tras contemplarla unos segundos, David leyó el epígrafe de la foto:

Gellert Grindelwald, en Auschwitz, junto a Adolf Hitler, Hermann Goering y oficiales de la SS

David no tenía la menor idea de quién podría ser Hermann Goering, ni tampoco tenía muy en claro qué significaba la sigla “SS”, pero le sorprendió a sobremanera saber que la foto fue tomada en Auschwitz. Todos sabían, a grandes rasgos, qué era Auschwitz. Y le impresionó mucho saber que su profesor había estado ahí, reunido junto a grandes genocidas -aunque no se mostrara muy a gusto en la foto- mientras a escasos metros de él estaban muriendo cientos de personas.